Suena tentador: nunca dicen que no, siempre están disponibles y jamás critican nuestro desempeño. Pero justamente ahí está la trampa. El sexo, en su esencia, no es complacencia programada, sino el roce incómodo de dos subjetividades reales. Con un chatbot no hay riesgo de rechazo, pero tampoco hay piel, olor, silencio incómodo o carcajada inesperada. Y sin eso, ¿qué queda? Un simulacro de intimidad diseñado para calmarnos como si fuéramos niños con un chupetín tecnológico.
Como sexóloga, no puedo dejar de preguntarme: ¿cuánto de este nuevo “vínculo digital” responde a un deseo auténtico y cuánto es puro miedo al encuentro real? Estamos creando amantes a medida, pero quizás al costo de perder lo más erótico de lo humano: la incertidumbre, el riesgo y la imperfección.
Puede que dentro de unos años tengamos toda una generación que sepa “excitar” a una máquina pero que tiemble frente a una piel de verdad. Y ahí la pregunta no es si los chatbots sexuales vinieron para quedarse (porque ya están aquí), sino si nosotros sabremos seguir siendo humanos en el terreno del deseo.